Menos mal que Helios ha dado la
cara, con toda su plenitud, este Dia del Trabajo, por ayer, y ha permitido de
miles de barceloneses salgan a la calle.
Salvo un vientecillo rebelde, que
a más de uno le ha levantado la peluca, el día fue perfecto para el que esto
escribe se dé una vuelta por la Ciudad Condal.
No es que me haya sumado a las
manifestaciones de ese día porque estoy casi jubilado (me queda menos de 15
días) y no es menester protestar por una cosa que ya no está a mi alcance.
El domingo, víspera del puente
festivo, también había estado en Barcelona, y nos reunimos un ex guardia civil
y un ex policía nacional, amigos míos de los de verdad, ante sendas copas de
vino y cervezas para hablar de temas un poco espinosos.
Con una tapa de bravas y otra de
chipirones, que nos daba fuerzas de vez en cuando para seguir discutiendo,
hablamos de la situación actual de la política española.
Difícil de coincidir en puntos
extremos aunque siempre hay comprensión en nuestras, digamos, ‘discusiones
políticas’ que sin embargo contienen algunas migas de ironía.
Volver a Barcelona dos días
después, el Día del Trabajo, fue con la intención de hacer un reportaje de la
Feria de Abril y no la de actuar como un borrego en manifestaciones a las que
el actual Gobierno del país se la suda.
La Feria de Abril, sucedánea de
la de Sevilla, está en unos momentos de caída libre, en picado, y resulta ser
una muestra de la crisis, retratada perfectamente en la pobre presentación del
recinto ferial y las pocas instalaciones en comparación con la de años
anteriores.
Con un grupo de amigas y amigos,
entre los que estaban una polaca y una rusa, ambas de muy buen ver, a los que
encontré en un bar cercano al real de la feria, nos dimos unas vueltas por las
casetas hasta detenernos en una que trata de reproducir a otra de Sevilla pero
que no le llegaba ni a la cuarta parte del toldo.
Nos quedamos a comer en esa
caseta y la crisis se hizo presente en toda su magnitud: de las decenas de platos
que anunciaba el menú en un enorme cartel, colocado en la entrada de la misma,
sólo quedaban un gazpacho andaluz y una paella valenciana, muestra de que no
habría problemas con las autonomías.
El gazpacho tenía un horrible
sabor a agua de mar, y más de uno marcó su rostro con unas muecas de asco…
mirando hacía la orilla del cercano Mediterráneo, escondido tras la caseta.
La paella tenía el arroz perfecto
pero carecía de los demás ingredientes que harían el honor de un plato típico
español. Resultó ser un plato típico de cualquier pueblo del mundo en el que
sus habitantes tienen escasísimo poder adquisitivo.
No niego que en muchas casetas
abundan las vituallas de todos los colores y sabores, lo que no abunda son
comensales.
Muchos de ellos piden lo justito
para llenar un poco el buche y continuar sus paseos por las calles delineadas
entre casetas.
Lo que sí destaca es el coraje y
pundonor de quienes se suben a las tablas de los escenarios de cada caseta para
arrancarse por sevillanas. No pierden la fe.
Esto que escribo no es una
crítica, es más bien un retrato de la situación actual del llamado Antiguo
Estado del Bienestar.
Sigo dando vueltas con el grupo
de amigas y amigos hablando de la crisis y de la madre que la parió. Algunos,
los más jóvenes, tienen la rabia mal contenida, por seguir en el paro y no
poder disfrutar de las atracciones, mientras otros se lo toman con calma, los
más mayores, y tratan desesperadamente que la cosa sea al menos un poco
divertida. No lo consiguen salvo porque servidor se pasó todo el día
haciéndolos reír con historias para no hacerlo.
Recalamos en un bar regido por
chinos, hoy en día resulta casi imposible encontrar uno que lo lleve un
catalán, y descargamos nuestra frustración con sendas tazas de café.
Fueron seis horas y al cabo de
las mismas tenía los pies destrozados, es un decir, pese a que el real de la
feria está asentado en firme asfaltado.
Pobre impresión me llevé de esta
imitación de la Feria de Abril sevillana.