miércoles, 17 de julio de 2013

LA VIDA SIGUE SU CURSO

Por Quim Sarriá

Los energúmenos ladridos del perro de la vecina, en nuestra planta somos dos, me despierta sobresaltado.

Mi hijo pequeño también se despierta aunque en su caso los ladridos le han truncado la pesadilla que tenía, según sus propias palabras, de que se habían escapado los monos del cercano Zoo y le estaban arrancando la cabellera.
Demasiadas series de dibujos animados con truculentas historias inverosímiles y fuera de lugar para la edad de los peques.
No puedo hacer nada para evitar que mi hijo siga viendo la tele so pena de que caiga en una profunda depresión.
Hoy la ciudad rezuma de calor, unos 28 grados a la sombra, con sus calles calientes y coches aparcados puestos a asar.
Se pueden freír un par de huevos en los capós, en cualquiera de los capós del cualquiera de los vehículos aparcados en todas las aceras de la población. Quiero matizar: a la vera de las aceras, no encima de ellas.
Escribo estas líneas desde el Hogar del Pensionista de Fuengirola que es un bellísimo edificio de corte andaluz, con extenso patio interior incluido, y cuya iluminación es totalmente natural, o sea directa del Sol.
A esta hora del día solo hay nueve personas y una niña de cortísima edad. Casi la mayoría de los pensionistas están en cualquiera de las cinco playas con que cuenta el litoral mediterráneo de la ciudad, aunque a algunos les ha dado por hacer la maratón por el larguísimo paseo marítimo.
Con este sol no me sorprendería que a alguno le diera un ‘patatús’. Personalmente opino que la mejor hora para desfogarse corriendo al trote es la del comienzo del amanecer. O sea las 7 de la mañana.
A mí me cuesta, realmente levantarme a esa hora.
Después de 43 años haciéndolo cualquiera es el guapo que me despierta tan temprano, salvo el maldito perro de la vecina que lo hace cotidianamente.
Me he quejado, no lo crean, pero la respuesta es que le ponga yo mismo una mordaza al can. Un can de casi 50 kilos de peso… así cualquiera lo hace callar, como no sea pegándole un tiro.
Si quisiera iría a la playa, a cualquiera de las cinco playas, pero las encuentro más llenas que el Metro de Madrid en hora punta, el de Barcelona es más espacioso.
Aquí como en Catalunya, los inmigrantes recorren las largas playas con un ojo puesto en el posible cliente o clienta y el otro mirando más allá de las balaustradas por si viene la policía local.
He sido testigo de diversas estampidas cuando aparecen los policías locales, los antiguos urbanos, con el resultado que muchos han tenido que tirar sus bocadillos del mediodía al encontrarlos llenos de arena.
Arena que vuela al compás del golpeteo de los pies de los inmigrantes ‘manteros’, todo un espectáculo.
Hay que ver con qué rapidez recogen sus productos. Tiran de una cuerdecita y ya tienen una maleta, la maleta de los pobres, a cuestas.

En fin, la vida sigue y yo también.

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