Primer día que salgo libre a la calle después de pasar un mes encerrado en casa por culpa de la lesión ocasionada por el accidente de tráfico.
Me doy un paseo por la ciudad y
en un bar de la calle México, de Mataró, encuentro a Abdelatif, un marroquí, al
que conocí hace cinco años, que dijo haber vivido en Ceuta un largo período de
tiempo sin concretar en qué lugar de la ciudad autónoma.
Nos saludamos como solemos
hacerlo cada vez que nos encontramos: dándonos la mano pero la de él se acerca
al corazón y la mía baja al bolsillo.
Me comenta que su hermano Hassan,
que vive en Melilla, le ha telefoneado hace poco contándole que en la ciudad
mediterránea están manifestándose contra la Delegación del Gobierno porque les
impiden comer.
Le ruego me lo aclare eso de que
el Delegado del Gobierno en Melilla les impida comer.
¡Ah!, era comida que suelen pasar
de matute de Marruecos a la ciudad autónoma, de contrabando, y ahí arranca una
discusión que abandono por imposible. Abdelatif apoya con todas sus fuerzas esa
manifestación y me acusa de que este país, España, propaga mucho la libertad
pero que “a la hora de hacerla efectiva resulta un bluf”.
Como ya es una costumbre
reiterada en estos casos, mientras discutimos se ha ido congregando una, cada
vez más numerosa, representación de moros que van tomando parte en la discusión
(se nota cómo corre la voz) y como hacen uso de su lengua propia aprovecho la
ocasión para pirarme.
Desde tiempos del Protectorado,
eso de pasar comida de Marruecos a las ciudades españolas del Norte de África
es una constante que sigue vigente hoy en día.
Desde que era un niño siempre
veía a dos moras campesinas, con su peculiar vestimenta aderezada con el no
menos peculiar sombrero, que cruzaba nuestra calle repartiendo a diestra y siniestra docenas de huevos la una y con dos grandes vasijas lecheras la
otra, transportadas en cada mano con cansino paso. Solía medir la leche con un
cacharro que le colgaba del cuello.
Mi abuela solía comprar docenas
de huevos y litros de leche, creo de cabra, que ponía a hervir largos períodos
de tiempo en el fogón de casa.
No sólo las marroquíes entraban
en la ciudad para vender sus productos sino que las propias ceutíes, no
musulmanas, iban y venían de Marruecos cargadas con viandas de todos los
colores y sabores. Precisamente mi abuela compraba carne y dulces a la vecina
de enfrente, que tenía un pequeñito kiosco de ‘chuches’ dentro del mismo portal
del edificio, sin parar mientes en la parte sanitaria de los mismos. Igual
sucedía con el pescador, caballa de toda la vida, al que llamábamos Pepe y que
solía pasar cada día por nuestra calle con una ruidosa carretilla cargada de
pescados de toda clase.
Hoy en día, cuando he querido
probar la leche auténtica de cabra… revoltijos de tripa me producen. Uno se ha
acostumbrado al filtrado industrial de la leche y pasar, al momento, a tomarla
directamente del animal (aunque hervida obviamente) no resulta soportable, al
menos para mi estómago. La indigestión está a la vuelta del pliegue estomacal.
Así y todo lo que vemos es que
pretenden, los manifestantes musulmanes melillenses, imponer sus costumbres y
usos en un país de Derecho. Como una especie de invasión camuflada en unos
supuestos derechos civiles.
Hay que obligar, de una vez por
todas, a la gente que no son realmente española y que resida en cualquier lugar
de nuestro país, que deben acatar nuestras leyes en todo momento y lugar.
Si toleramos esta clase de
exigencias tendremos una indigesta harto difícil de erradicar y que irá a más a
medida de que sigamos tolerándolas.
En fin. La vida sigue, yo también
pero comprando en los mercados ‘legales’ el condumio cotidiano y con los que
tendré, al menos, derecho a reclamación en caso de malas condiciones de la
compra. De la otra forma… ¡cualquiera va a reclamar a los moros!
Publicado en:
"El Pueblo de Ceuta"
"Diario Sur", de Málaga
"Qué", de Barcelona
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